Si se escribiera la genealogía artística de Mercedes Larreta, según el modelo de Marco Aurelio en el Libro I de sus Meditaciones, podría empezarse diciendo sobre sus maestros, en estricta cronología: de Eduardo Audivert (1990), se quedó con la magia de la acuarela, la aceptación de la voluntad de la gota y su pigmento; de Guillermo Roux (2005), con el destino blando del óleo; de Norberto Marcet (2009), con la representación de la figura humana y el reflejo para fijar lo pasajero en su condición pasajera; del limeño Eulogio de Jesús (2016), con la libertad que concede la crítica honesta sobre la obra propia.
Mercedes Larreta pertenece a una familia de artistas, y ella misma se reparte desde hace años entre la pintura y la poesía.
La obra de Mercedes Larreta, que no le saca nunca la mirada a los árboles y los ríos, se inicia con la incertidumbre feliz del trazo, de su irrupción inesperada y llega, después una maduración sin vestigios de esfuerzo, a devolvernos el dibujo, ya no como contingencia sino como necesidad. Cerrado sabiamente sobre sí mismo, cada trabajo se nos ofrece a una contemplación de horizonte abierto.